La Iglesia católica enfrenta un grave problema de credibilidad que repercute en la aceptación de la fe que anunciamos[1]. La indiferencia o el creciente desinterés hacia la propuesta cristiana exige adecuar la forma en que presentamos el mensaje de Cristo. Dios no está lejos del ser humano, más bien lo busca. Por ello, como san Pablo nos recuerda, “no hay que poner obstáculos a los paganos que se conviertan a Dios” (Hch 15, 19). Con la fuerza de esta fe, es preciso que pongamos todos los medios para facilitar el acceso de todas y todos al reconocimiento saludable y gozoso de la infinita riqueza del amor de Dios manifestado en Jesucristo[2]. Ante la crisis de fe y de adhesión eclesial que vivimos, nos preguntamos:
¿Quién podría querer ser cristiano hoy?
Miramos a nuestros orígenes, esperando encontrar en ellos las claves que nos permitan discernir el presente y proyectar el futuro, así como las pautas que nos ayuden a redefinir los caminos de evangelización.
La Iglesia, nacida de la Pascua y del mandato misionero del Señor, tiene una tarea permanente: proclamar que Jesús de Nazaret, murió y resucitó por cada uno de nosotros, y que en Él encuentra cada persona la salvación. En Él se manifiesta la buena noticia de que Dios trabaja en favor de su Reino de amor y justicia, especialmente para los pobres. Él nos llama a colaborar para que la Buena Noticia llene y transforme la historia, a la espera de su consumación definitiva. Esta misión de la Iglesia, que llamamos evangelización, por un lado, es la misma que recibieron las primeras comunidades, pero a la vez se hace siempre nueva, en cuanto debemos adaptarla e inculturarla según los destinatarios de su acción y de acuerdo con los momentos históricos y las situaciones cambiantes que nos desafían en el día a día.
LA PRIMERA EVANGELIZACIÓN
La generación apostólica[3] —que comienza después de la Pascua de Jesús y concluye con la desaparición de quienes habían sido sus discípulos— desplegó una intensa misión hacia afuera y puso en marcha un programa misionero original, cuyas características no encontramos en las generaciones posteriores, que estuvieron más bien preocupadas por la consolidación de las comunidades creadas durante ese periodo. Concretamente, la acción evangelizadora de dicha primera generación de discípulos tenía un triple propósito: proclamar la buena noticia de la llegada del Reino de Dios, dar testimonio de la fe en Jesucristo y predicar la fe en Él. Esto último se realizaba a través de misiones lideradas por una pluralidad de laicos que desbordaban ampliamente las fronteras del grupo de los Doce. Ese mensaje provocó la conversión de muchos. Quienes lo acogieron recibieron el bautismo y renunciaron a los ídolos, adoptando los ritos del cristianismo. El resultado de esa acción evangelizadora fue la fundación de nuevas iglesias que, a su vez, se transformaron en agentes evangelizadores, lo que fue el principal objetivo de la acción misionera de los Apóstoles.
EL FERMENTO DEL CRISTIANISMO
La predicación fue el principal instrumento de la evangelización. Sin embargo, también influyó decisivamente la relación personal que se establecía entre los misioneros y sus destinatarios en un clima de confianza, propiciado por la acogida en una casa conocida o la pertenencia a un círculo social común. La conversión era un proceso que comenzaba con el primer anuncio, el cual tenía lugar en contextos muy diversos de la vida cotidiana. Luego seguía una exposición del anuncio cristiano, el kerygma, que se complementaba con los primeros contactos con la comunidad de los creyentes en Jesús. Esa segunda fase conducía al bautismo, que sellaba la incorporación plena a la comunidad y requería acompañamiento e instrucción.
Posteriormente, la Iglesia se expandió de forma tan considerable que fue declarada religión oficial del Imperio romano[4]. El motivo principal de la expansión no fue una estrategia planificada, sino la convicción de que Dios mismo dirigía los acontecimientos. Los cristianos se centraron en establecer prácticas y comportamientos elocuentes que revelaban su fe (habitus), como una puesta en práctica de su mensaje que resultaba peculiar y atractiva.
Además, los primeros cristianos pusieron mucho empeño en la catequesis de preparación para el bautismo de los catecúmenos y en el culto, en el cual solo podían participar una vez bautizados. Precisamente, el culto de las asambleas cristianas era esencial para la misión de la Iglesia, pues en él glorificaban a Dios y renovaban su estilo de vida enraizado en la paciencia. Ya en el siglo II, Justino estaba convencido de que la eficacia del testimonio cristiano dependía de la integridad de vida de los creyentes. Por eso, la Iglesia solo bautizaba a personas que practicaban las enseñanzas de Jesús y les permitía participar en el rito de la Eucaristía únicamente si vivían como Cristo lo había revelado.
Este bien de la paciencia de los cristianos —que consistía en poner confiadamente el futuro en manos de Dios, llevar vidas coherentes y honestas, no tener prisas, hacer siempre el bien, aceptar daños sin tomar represalias, no manipular los resultados, soportar las crisis inevitables de la vida con fortaleza y fe, amar a los enemigos— movía a los paganos a abrazar la fe.
Al principio, los Doce asumieron el gran encargo de la evangelización como misioneros itinerantes, predicando a las naciones. Posteriormente, fueron cristianos anónimos —no constituidos oficialmente como dirigentes de las comunidades— quienes se convirtieron en los principales responsables de la expansión del cristianismo. Cristianos laicos viajaron a nuevas zonas por motivos de negocios o exigencias laborales, llevando consigo su fe, y fundaron nuevas células cristianas de carácter doméstico en lugares dispersos de las ciudades y aldeas.
Esos cristianos vivían y oraban en sus casas, se relacionaban con la gente a la que conocían y amaban, desarrollaban una intensa vida social y se cuidaban unos a otros y a los demás. La iglesia crecía mediante el contacto cotidiano a través de las redes familiares y laborales en las que participaba la mayoría de las personas. Se reunían con frecuencia, oraban de pie y con los brazos alzados, alababan y daban gracias a Dios, hacían la señal de la cruz, comían juntos como una nueva familia. Se daban el beso de la paz, practicaban la hospitalidad, permitían que la gente dejase la Iglesia —pues no obligaban a nadie a creer— y afrontaban la muerte sin temor.
Ellos asistían a los pobres, enfermos y cautivos; donaban dinero para la caja común; surtían los almacenes de comida y ropa; alimentaban a los necesitados; eran sinceros y no hacían juramentos; practicaban la castidad; y estaban dispuestos a perder en litigios, negocios o discusiones. En sus comunidades permanecían constantemente juntos como “hermanas” y “hermanos”, practicaban exorcismos y curaciones, y rechazaban cualquier acción que acabase con una vida humana.
Posiblemente, desde fechas tempranas, los cristianos eran en su mayoría mujeres que construían la comunidad, atendían a los necesitados y promovían una evangelización humilde y amable. Incluso atraían a sus esposos a la fe y se convertían en las primeras reclutadoras de nuevos creyentes. Ellas desempeñaron un papel indispensable en la sorprendente expansión y fermento del cristianismo en el Imperio romano.
La paciencia de los primeros cristianos constituye un legado maravilloso que se alza como protesta tenaz contra toda expresión posterior de violencia y dominación extendida desde Constantino hasta nuestros días. Por eso, las cristianas y los cristianos de la Iglesia de Santiago podemos sentirnos invitados a reformar nuestro habitus —estilo de vida creyente— mediante la acción del Espíritu Santo y de una catequesis enraizada en la enseñanza y el camino de Jesús. Formamos parte de una buena tradición que quedó como herencia perdida y que podemos recuperar “no hablando de cosas grandes, sino más bien poniéndolas en práctica” (Cipriano).
AMPLIAR LA MIRADA MISIONERA
Si queremos llegar a todos, hemos de recuperar el hermoso legado de la paciencia, abriendo nuevas perspectivas, atendiendo a la situación actual y ampliando tanto la mirada misionera como la propuesta cristiana —más allá de los sacramentos— que realizamos desde nuestras comunidades. Según el Directorio para la Catequesis (n. 33), la acción misionera es el primer momento de la evangelización. A ella corresponden el testimonio, el primer anuncio que provoca la disposición a la fe y la conversión inicial, y el precatecumenado o tiempo de búsqueda y maduración que posibilita que el primer interés por el Evangelio se transforme en una elección consciente.
La primera misión cristiana y la expansión del cristianismo en los primeros siglos forman parte del plan misterioso que Dios ha puesto en marcha en la historia para realizar su salvación. Por tanto, son parte de la identidad colectiva de la Iglesia, que debe renovarse y enriquecerse hoy, sin olvidar que Dios trabaja por la salvación de las personas también más allá de la acción eclesial. Que la Iglesia católica no llegue a un sector importante de la población santiaguina no significa que Dios no lo haya hecho. Dios ya está allí, acompañando y actuando en cada persona. Por tanto, lo primero que deberíamos plantearnos es qué nos está diciendo Dios en cada persona, qué llamadas nos hace y qué nos está ofreciendo.
Inspirados en los primeros siglos del cristianismo, las Orientaciones Pastorales de la Iglesia de Santiago nos invitan a anunciar la alegría del Evangelio en nuestra ciudad y a un proceso de renovación de la identidad y misión, que se vuelca en el cuidado integral de las personas, especialmente las más vulnerables, practicando la misericordia y la ternura e invitando a todos a conocer y a reconocer a Jesucristo como Salvador. Así acoge, protege y acompaña en la etapa inicial y final de la vida humana (Línea de Acción 1). Promueve la vocación al matrimonio y a la familia, reconociendo la natalidad como un desafío de país, fortaleciendo la maternidad y la paternidad como camino compartido de santidad y realización (LA 4). Sitúa el primer anuncio como centro de nuestra acción pastoral en los diversos contextos de la vida cotidiana cultivando la experiencia personal y profunda con Jesús, que permite anunciar su mensaje de manera auténtica y convincente (LA 8). Revitaliza la celebración del Domingo como centro de la vida comunitaria (LA 9) y fortalece el catecumenado de adultos como camino privilegiado de primer anuncio (LA 11). Fomenta la participación efectiva de todo el Pueblo de Dios (LA 13), formando a los laicos y laicas para anunciar a Jesucristo en la vida cotidiana y en áreas clave de la sociedad (LA 10). Amplía y fortalece la participación de las mujeres en la toma de decisiones en los distintos niveles y ámbitos de la Iglesia de Santiago (LA 13). Se hace presente en las periferias existenciales, actuando directamente con los pobres y los marginados y situando el amor solidario como testimonio y anuncio impactante, aunque implícito, de Cristo liberador que está en medio de nosotros construyendo su Reino y que muchos no conocen (OP 4).
Pero lo más importante de todo es que las Orientaciones Pastorales no obedecen a una estrategia planificada, sino a la certeza de que el Señor nos precede y camina con nosotros, guiados por su Espíritu Santo hacia el Padre eterno, según nos recuerda el Cardenal Fernando Chomali en la introducción de las mismas. Dios dirige los acontecimientos de la Iglesia de Santiago que apunta a la iglesia que vendrá y que busca responder para las siguientes generaciones: una iglesia renovada por el Espíritu.
Álvaro Chordi Miranda
Obispo auxiliar de Santiago
Vicario Zona Centro / Vicario para la Pastoral