Comienzo la reflexión extrayendo dos afirmaciones de la primera exhortación apostólica del papa León XIV, Dilexi te, para reflexionar sobre si hemos bajado la guardia sobre la lucha contra la pobreza y junto a los pobres en la Iglesia de Santiago; y, si es suficiente la apuesta eclesial que estamos desarrollando hoy.
En primer lugar, su convicción “de que la opción preferencial por los pobres genera una renovación extraordinaria tanto en la Iglesia como en la sociedad, cuando somos capaces de liberarnos de la autorreferencialidad y conseguimos escuchar su grito” (Dilexi te 7). La cita nos lleva a la segunda afirmación: “el compromiso en favor de los pobres y con el fin de remover las causas sociales y estructurales de la pobreza, aun siendo importante en los últimos decenios, sigue siendo insuficiente […] No debemos bajar la guardia respecto a la pobreza” (DT 10).
Nuestras Orientaciones Pastorales 2025-2029 comparten ese camino. Ellas nos invitan a “estar presentes en las periferias existenciales, actuando directamente con los pobres y los marginados, (…) que contribuya a la construcción de una ciudad más justa y solidaria”[1], pero debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿Reconocemos en los pobres el sacramento de Cristo? Ciertamente debemos hacer más y convertir la opción por los pobres en una clara opción pastoral como lo hizo san Óscar Arnulfo Romero quien, siendo arzobispo de San Salvador, “sintió como propio el drama de la gran mayoría de sus fieles” (DT 89).
Aun cuando somos conscientes de que nuestra Iglesia peregrina de Santiago está llamada a ser samaritana, la exhortación Dilexi te nos apremia a reconsiderar nuestras prioridades pastorales desde el amor hacia los pobres. Somos herederos de una tradición viva de la Iglesia de América Latina que, por décadas, concibió a los pobres como ‘sacramento de Cristo’[2]. Su deseo era que los pobres se sintieran a gusto en la Iglesia de Jesucristo, pobre entre los pobres.
El papa León XIV recupera la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín, en 1968, que abogó por “el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres” (Medellín 5,15)[3]. Junto con ella, siguen resonando con fuerza las palabras del santo mártir de El Salvador –asesinado mientras celebraba la Eucaristía–: “Todo aquel que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre […] tiene cerca a Dios. Porque allí está Dios. […] La religión consiste en esa garantía de tener a mi Dios cerca de mí porque le hago el bien a mis hermanos. […] ¿Cómo me porto con el pobre? Porque allí está Dios”[4].
Otro desafío importante a considerar tiene relación con la comprensión de la vocación a la santidad en íntima comunión con el cuidado de los pobres y marginados. Por ello, la primera de nuestras Orientaciones Pastorales de Santiago apunta a la búsqueda de dicha vocación. Ello se alinea con la propuesta de Dilexi te, que nos recuerda que “la santidad cristiana florece, con frecuencia, en los lugares más olvidados y heridos de la humanidad. Los más pobres entre los pobres […]. Es en ellos donde la Iglesia redescubre la llamada a mostrar su realidad más auténtica” (DT 76).
Cuando servimos a los pobres en los comedores comunitarios, en las residencias de personas mayores, en los hospitales y en las cárceles; como también acompañamos a las familias en los cementerios o en las escuelas populares, “no estamos en el horizonte de la beneficencia, sino [en el] de la Revelación. El contacto con quien no tiene ni poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos” (DT 5). No podemos considerarlos un problema social, pues “son de los nuestros” (DT 104) y, como nos recuerda el Documento de Aparecida, “se nos pide dedicar tiempo a los pobres, prestarles una amable atención, […] eligiéndolos para compartir […] nuestra vida, y buscando, desde ellos, la transformación de su situación…” (DA 397).
En definitiva, “los pobres para los cristianos no son una categoría sociológica, sino la misma carne de Cristo” (DT 110). Ir hacia la carne de Cristo es solidarizarnos con los pobres, excluidos y marginados. […] Es desde la fe en Cristo pobre que brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad” (DT 111).
Este horizonte de la Revelación nos lleva a no limitarnos al ámbito privado, sino a preocuparnos también de los problemas de la sociedad civil. Acá nos sentimos urgidos por el impulso que el cardenal Fernando Chomali está desplegando desde el inicio de su ministerio entre nosotros. Si no nos ocupamos creativamente para que los pobres vivan con dignidad, entonces nos sumiremos en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos (cf. DT 113).
Esta mundanidad –señala el papa León XIV– también se esconde en una pastoral de élites, “argumentando que, en vez de perder el tiempo con los pobres, es mejor ocuparse de los ricos, de los poderosos y de los profesionales, para que, por medio de ellos, se puedan alcanzar soluciones más eficaces” (DT 114). Esta [mundanidad] aboga por “una relación individual e íntima con el Señor”, pero la fe “ha de ir unida a la preocupación por aportar […] un testimonio eficaz de servicio al prójimo, y particularmente al pobre y al oprimido” (DT 98). Por esa razón, el amor a los que son pobres “es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios” (DT 103).
Siguiendo los consejos expuestos por León XIV, hacemos realidad las palabras de san Gregorio Nacianceno: “visitemos a Cristo, curemos a Cristo, alimentemos a Cristo, vistamos a Cristo, hospedemos a Cristo, honremos a Cristo; […] puesto que el Señor del universo quiere misericordia y no sacrificio […], ofrezcámosle esa compasión por medio de los necesitados […], para que, cuando salgamos de aquí abajo, seamos recibidos en las moradas eternas” (DT 118).
Pues bien, esta exhortación apostólica nos invita a cambiar el rumbo, a pensar en los pobres no como “meros objetos de compasión, sino maestros del Evangelio” (DT 79). Así lo experimentaron entre nosotros los primeros santos de la Iglesia chilena –santa Teresa de los Andes y san Alberto Hurtado–, pero también quienes se hallan en procesos de beatificación y canonización, entre ellos el venerable fray Andresito, humilde limosnero franciscano, y los siervos de Dios Enrique Alvear, obispo de los pobres y Esteban Gumucio, pastor y poeta. Ellos reconocieron en los pobres el sacramento de Cristo. Ellos entraron como Cristo, “por la puerta de los pobres”[5], dejándose impactar por la situación de los más necesitados.
A la luz de esta declaración de amor del Apocalipsis “Te he amado” (Ap 3,9) con que comienza la exhortación apostólica de León XIV, la Iglesia de Santiago ha de “convertirse más a Jesús de Nazaret, único punto focal en el cual puede haber una renovación de toda la Iglesia”[6]. Y tal como se dice al comienzo de las Orientaciones Pastorales, “en el centro de la fe cristiana está la persona de Jesucristo. Él nos dice “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6)”[7]; y concluimos expresando en este Año Jubilar que “Cristo es la fuente inagotable de nuestra esperanza”[8].
La belleza de la Iglesia se encuentra en que pertenece a Jesús, y la vida concreta de la Iglesia debe tener la forma de Jesús, ya que, de lo contrario, estaría deformada[9]. Al servir a los pobres, la Iglesia de Santiago “hace algo por Jesús mismo: le ayuda, lo sirve, lo adora. Así unimos liturgia y caridad, la adoración a Jesús en la eucaristía y el servicio al mismo Jesús en los pobres. Si se separan ambos aspectos, se rompe a Jesús o se lo desprecia”[10].
Como enseñaba san Juan Crisóstomo, presbítero de Antioquía y luego obispo de Constantinopla: “¿Queréis de verdad honrar el Cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: ‘Esto es mi Cuerpo’, y con su palabra afirmó nuestra fe, dijo también: ‘[…] En cuanto no lo hicisteis con uno de esos más pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis’”.
Todo esto se inscribe en la lógica de la encarnación de Dios en nuestra humanidad. La fe en Dios no es cristiana por ser humana; más bien, no puede ser cristiana si no es humana e, incluso humanizadora[11].
Álvaro Chordi Miranda
Obispo auxiliar de Santiago
Vicario Zona Centro / Vicario para la Pastoral


